Los directivos de salud no quieren ser nombrados. Prefieren ser contratados, que es una acción aparentemente más rutinaria, pero que en el fondo refleja mayor profesionalidad. Lo de los nombramientos quieren dejarlo en la esfera de los políticos, como si no fuera con ellos, para alejarse de una vez de las confianzas, los enchufes y los dedazos. Ahora bien, una cosa es querer y otra muy diferente poder.
Lo ha vuelto a explicar, con la expresividad que le caracteriza, uno de los grandes ideólogos de Sedisa, Mariano Guerrero, en un artículo en Gaceta Médica (Directivos de la salud: menos nombramientos y más contratos). Lo ha hecho partiendo de una profesión que no está regulada, y para la que en principio no harían falta objetivos, ni evaluaciones ni baremos de méritos. Pero ejercerla de esta manera, no merece la pena. Ni para sus protagonistas, pero tampoco para el sistema sanitario ni para la entera sociedad en su conjunto.
Otro gallo le cantaría al Sistema Nacional de Salud si los servicios autonómicos dispusieran de un sistema estandarizado de evaluación transparente, con objetivos y desarrollo de indicadores definidos previamente y que constaran en los contratos laborales. O si todo directivo de salud tuviera acreditada la capacitación específica o el área oficial de conocimiento. O si hubiera mayor separación entre los gestores y los órganos políticos centrales.
Guerrero defiende el contrato y desdeña el nombramiento. Prefiere responder por un documento que explicite méritos y subraye compromisos a sonreír por la palmada en el hombro de un político amigo que finalmente contó con capacidad de decisión para colocar a sus fieles, repartiendo cargos y prebendas, apelando a la confianza en vez de a la capacidad.
En el lenguaje de los directivos que aspiran a la profesionalización, el nombramiento es casi más una afrenta que un motivo de orgullo. Una circunstancia pública en la que habría muy poco que celebrar y casi todo para ocultar. Porque nadie sabría en realidad los méritos y el porqué de ese nuevo cargo. Hasta que cayera en desgracia política, que alguien se encargaría entonces de airear a sabiendas el insuficiente perfil profesional.
Con todo, la realidad sigue lejos de este propósito, convertido en una de las acciones estratégicas de Sedisa, como se ha vuelto a poner de manifiesto en el Congreso Nacional de Hospitales. Los políticos adoptan una posición pública favorable a la profesionalización, pero después, cuando toca llevar ese aparente convencimiento a la acción de gobierno o, mejor, a la ley, no hay noticias salvo excepciones. Guerrero las califica de hitos, pero añade a continuación que es necesario dar un salto. Y grande.
La profesionalización de los directivos de salud propiciaría algo que aparentemente parece logrado pero que, a la luz de este planteamiento, no lo está, ni mucho menos: la profesionalización de la gestión sanitaria en España. Es verdad que hay gerentes muy capaces, muy reconocidos, pero que llevan tiempo siendo los mismos. De vez en cuando aparece una cara nueva, pero al analizar el perfil, es más político que gestor y, a veces, ni una cosa ni la otra. Un mero cargo de confianza al que se le encomienda nada más y nada menos que la gestión y administración de un hospital o de un área de salud. Este país es así. Tan espléndido como insólito.