En la muerte de Regina Múzquiz, la tristeza no es solo por quien se va sino por lo que también se lleva, un buen puñado de cualidades humanas muy difíciles de encontrar. Esta gran mujer apabullaba inicialmente con su esplendorosa talla para luego apaciguarte con su educación exquisita y su afecto a prueba de tormentas e insidias. La suya era una cordialidad casi institucional, que trascendía por completo el rumbo habitual que suelen tomar las relaciones políticas y profesionales. No fue, ciertamente, una más en ejercer este difícil arte. Y es ese, precisamente, su gran legado: cómo lograr tus propósitos con agrado y sintonía, sin conflicto, con sabiduría y vocación de permanencia.
Pese a que le brindó a la industria farmacéutica sus años profesionales más logrados y plenos, creo que fue en la Administración pública donde deja un recuerdo imborrable de lo que debe ser un alto cargo: conocimiento profundo de su cometido, capacidad de diálogo y convencimiento y autoexigencia en la obtención de resultados. Porque Regina era todo afabilidad, pero no por ello descuido o desatino; más bien al contrario, su máxima fue siempre el rigor, que a veces tendemos a pensar que solo puede ser aplicado con esfuerzo, seriedad y hasta malos modos. Pues no, hay otra manera más dulce de hacerlo, pero solo al alcance de muy pocos.
Aquel Consejo Interterritorial en el que desplegó sus artes no era precisamente una balsa de aceite. Puede que los consejeros de hace 20 años supieran más de sanidad o fueran más capaces que los de ahora, quién lo sabe. Lo cierto es que había una transferencia en ciernes, mucha financiación en juego y un ‘quítate tú que ya me pongo yo, que lo hago mejor’ que a cualquiera lastimaría en su amor propio y en muchos provocaría hasta la idea del mismísimo sabotaje. No en Regina, que participó de un encargo titánico –completar un traspaso de competencias a diez autonomías en poco menos de dos años, cuando hasta ese momento se habían realizado solo siete en casi dos décadas- y lo ejecutó a rajatabla.
Las administraciones autonómicas, con sus rutilantes servicios públicos de salud, recibieron todo un patrimonio en recursos humanos y técnicos. Llegaba el momento de mostrar, también en las autonomías sin historia, que la aproximación de los servicios al ciudadano era un incuestionable beneficio. Esa verdad que nadie pudo objetar entonces se llevó por delante la aportación de los últimos altos cargos de esa Administración estatal menguante y taciturna. Pero es preciso recordar que allí hubo profesionales de cuerpo entero, que supieron cumplir con el deber encomendado por el poder político de turno y aceptaron echarse a un lado, sin rechistar. Y Regina fue una de las caras más visibles de aquel grupo de fieles servidores de lo público.
Obviamente, las farmacéuticas no dejaron que el talento de Regina cayera en el olvido y rápidamente se hicieron con sus servicios. Desde entonces hasta el último de sus días, supo ejercer su influencia y conocimiento en un sector en el que, año tras año, se iba manejando con la soltura propia del que se sabe una autoridad. Pero sin afectación ni soberbia, con la naturalidad propia del que no necesita demostrar.
De veras que la imagino en paz consigo misma en ese último trance y sin reparar apenas en cuánto duraría su recuerdo en todos aquellos que tuvimos la suerte de conocerla, tratarla, seguirla y admirarla. En mi caso, para siempre.