Se acaban de cumplir 20 años ya de la aprobación de la Ley sobre Habilitación de Nuevas Formas de Gestión del Sistema Nacional de Salud (SNS), una norma capital en la historia de la sanidad española, concebida para transformar un modelo joven en apariencia pero completamente anquilosado en la realidad, y que ha ido quedando orillada en el discurso político, despreciada socialmente y, en suma, inoperante en su principal virtud: promover el cambio en la administración de los viejos hospitales de la Seguridad Social.
Oportunamente ha sido la noticia de la semana para Diario Médico, que titula a modo de conclusión con un pareado: La autonomía de gestión está en franca regresión. Ya en páginas interiores, Rosalía Sierra firma dos interesantes crónicas y en una de ellas habla piadosamente de ascenso y caída de los nuevos modelos. En realidad, la nueva gestión en el SNS no tiene nada de auge, simplemente un esbozo inicial, recibido con cierta expectación en algunos ámbitos ciertamente especializados y que ha ido diluyéndose, poco a poco, en la pura insignificancia.
Ahora parece mentira recordar la natural expectación que despertaron las primeras experiencias, como las fundaciones gallegas, comenzando por Verín, y las empresas públicas andaluzas como Costa del Sol o la EPES. Nadie hablaba entonces de privatización ni otras gaitas y sí de las posibilidades que ofrecían los nuevos modelos, sobre todo, en la discrecionalidad que ganaban los gerentes y directivos, superando por fin los límites y trabas del derecho administrativo.
Al poco de llegar al poder, en 1996, el PP lo tuvo muy claro (mucho más que ahora). Recurrió a la fórmula de fundación para dos hospitales de nueva creación del territorio Insalud: Alcorcón y Manacor. Lo hizo con un real decreto-ley, para agilizar el trámite legislativo y que los nuevos centros tuvieran una base normativa adecuada a la realidad que se trataba de abrir paso. De hecho, este texto se convirtió en el precedente de la ley, que meses después se aprobó con todos los honores y, lo que es más importante y casi, casi inédito: con el apoyo de PP y PSOE.
Puede que el apoyo socialista, del que muchos militantes y también altos cargos se distanciaron desde el principio, respondiera al perfil particular de su portavoz sanitaria en el Congreso, Ángeles Amador, que venía de ser ministra de Sanidad y que sabía de las dificultades para gestionar los hospitales tradicionales. La verdad es que el PSOE nunca presumió de este respaldo, lo consideró en privado un error durante muchos años y, al final, ha terminado por pedir públicamente la derogación de la norma.
El PP la defendió algo más, pero tampoco demasiado. Pronto se dio cuenta de que la ley no servía para el mayor problema del sistema: los hospitales existentes. Y que cambiar su modelo de gestión no iba a ser una simple tarea legislativa. Por lo menos, lo intentó: suyo fue el proyecto de fundaciones públicas sanitarias, una especie de híbrido impulsado por el ministro Romay y el hoy presidente gallego, Núñez Feijóo, entonces presidente del Insalud. Se trataba de dar cierta autonomía de gestión a los centros, pero sin tocar el capítulo más controvertido: el personal.
La transformación no se llevó a cabo y las nuevas fórmulas de gestión comenzaron a caer en el olvido, pese a la irrupción del modelo Alcira, de concesión administrativa, que no es propiamente un ejemplo de nueva gestión sino más bien una experiencia de colaboración entre la sanidad pública y la privada. Hasta llegar a la crisis madrileña con los seis hospitales, prestos y dispuestos en tiempo récord por el santo capricho de la presidenta Esperanza Aguirre. Nacidos como empresas públicas (nueva gestión), el consejero Fernández Lasquetty intentó convertirlos en concesiones. Para entonces, hasta los gallegos habían desintegrado sus fundaciones y las empresas públicas andaluzas se habían refugiado en otra denominación (agencias sanitarias), más políticamente correcta. Vino entonces la marea blanca y arrasó con todo: con el consejero, con la nueva gestión y casi con la sanidad. Todo por defender el carácter público de la cosa, aunque sin saber muy bien el alcance de la proclama y, sobre todo, sus consecuencias.
Hoy, en pleno 2017, esos seis dichosos hospitales forman parte del Servicio Madrileño de Salud y se gestionan a la vieja usanza. Algo que hace veinte años hubiera resultado un anacronismo.