DE MÁSCARAS Y MASCARILLAS

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Ahora que he empezado a dejar de llevarte en mi cara, después de una molesta y a la vez salvadora compañía de dos años, no sé si me tengo que despedir del todo de ti o mejor tenerte cerca, para atender a las excepciones en las que seguirás siendo obligatoria o quién sabe si para preparar las próximas e inciertas pandemias que nos obliguen a regresar a la casilla de salida.

Te admito que ha sido una despedida algo seca, sin la solemnidad de las grandes ocasiones, sin ni siquiera un pequeño inciso para advertir el importante momento. Te aparto de mi vida, pero en realidad llevaba ya algún tiempo haciéndolo, a medida que la pandemia parecía menos fiera, según los indicadores mostraban a otro virus y que las consecuencias no se parecían en nada a los días apocalípticos del principio.

Pronto he parecido olvidar cuán importante fue tu compañía y cuánto te eché de menos en aquellas primeras incursiones en los supermercados de un país confinado, en los que había que ir a la caza de la compra más esencial temiendo que el virus estaba en cada rincón, al acecho, o en el aliento cercano de otro comprador asustado como yo, que seguro debía de estar infectado y que no te llevaba para protegerse y protegernos.

Entonces me tapé la boca con una bufanda y después con una suerte de trapo que casi me dejaba sin respiración y que convertía el periplo arriesgado a merced del virus en una loca aventura más descabellada que ninguna otra en mi vida. Recuerdo bien los pasos medidos por los pasillos comerciales, atento siempre a los cruces, evitando a toda costa la cercanía de cualquier ser humano. Y a veces y de repente, el tropezón inevitable, y la sensación de un contagio inapelable, del que en unos días habría que tener noticias, quién sabe de qué signo.

Mi primera mascarilla fue una FPP2, porque no quedaba ninguna otra al ir a comprar a una farmacia que más se parecía a un fortín. Y quizá fue aquel primer encuentro dramático, en el que me colocaba la mascarilla como el que se apresta a entablar un duelo a muerte, el que me alejó posteriormente de un modelo que presionaba mis orejas y me dejaba sin casi respiración. Tras aquellas primeras semanas, y en cuanto pude comprar las higiénicas o quirúrgicas, no volví a querer saber nada de las FPP2, que siempre me parecieron más siniestras, aunque sean más protectoras.

La novedad dio paso a la rutina y la rutina al tedio. Trataste de combatirlo con nuevos colores y modelos, y te convertiste en una parte esencial de cualquier indumentaria, al menos, lo que más pronto se veía y advertía. Pero no te acompañó nunca el confort ni siquiera el reconocimiento: a la menor oportunidad, te bajábamos hacia la barbilla o te desplazábamos hacia la oreja o te guardábamos en el bolsillo o en la guantera. Seguías presente, pero tu ausencia era motivo de casi felicidad, un tanto prohibida, y por ello más auténtica.

Las mascarillas nos han salvado la vida y, a la vez, han descubierto un mundo entero plagado de máscaras, en el que nadie parecía ser quién era en verdad. Todos hemos tenido un aspecto cambiante, oculto, insospechado en el que cada día parecía ser una condena. Muchos no regresarán jamás a la normalidad perdida en aquellos días de marzo de 2020. Otros hemos vuelto con no poco respeto, guardando al fin la mascarilla, pero enmascarados por un imborrable antifaz de miedo y desconfianza hacia lo ajeno, que no será tan fácil de quitarnos de la cara.

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