LA UNIVERSALIZACIÓN DE LA ASISTENCIA SANITARIA

Presentacion libro 40 años de Constitucion 40 años de sanidad
Presentación del libro 40 años de Constitución, 40 años de Sanidad, con el exministro García Vargas, flanqueado por Ana Pastor y Martínez Olmos. (DiarioFarma)

En los escasos y pudorosos tres párrafos que Julián García Vargas le dedicó a su paso por el Ministerio de Sanidad en la presentación del libro 40 años de Constitución, 40 años de Sanidad hay una alusión concreta a uno de los logros que han llegado a nuestros días envueltos en no poca controversia y en una constante actualidad: la universalización de la asistencia sanitaria. Aquel indiscutible avance fue posible gracias a la Ley 37/1988 de Presupuestos Generales del Estado, que extendió la cobertura sanitaria a los ciudadanos sin recursos, englobados en los padrones de beneficiencia, y que cambió las fuentes de financiación de la Sanidad, abonadas hasta ese entonces por la Seguridad Social (es decir, por empresas y por trabajadores) y que se convirtieron en una partida más de las obligaciones del Estado (es decir, asumida por todos los ciudadanos a través de sus impuestos).

La citada norma, que trascendía sobradamente el alcance de la Sanidad, repara desde su exposición de motivos en el alcance del cambio: “Destaca, por su importancia, el nuevo régimen de financiación de la asistencia sanitaria de la Seguridad Social que se presta a través del Instituto Nacional de la Salud (Insalud). El Estado asume, en gran medida, la carga financiera del citado Instituto mediante una aportación finalista con destino a dicha asistencia sanitaria. El régimen financiero del Insalud cobra así una cierta autonomía dentro del régimen general de financiación de la Seguridad Social. Ello desembocará en un mejor conocimiento del gasto público y de su último destino, una ampliación de la cobertura sanitaria y una mejora en la gestión y en la calidad de las demás prestaciones propias de la Seguridad Social”.

Meses antes de la aprobación de la esta ley, el ministro García Vargas se esforzaba por hacer pedagogía del cambio en marcha y acudía hasta la mismísima OMS para explicar el alcance de su reforma: el continuado fortalecimiento de la atención primaria, con el trabajo conjunto de la medicina de familia y la enfermería, y con unas inversiones que aquel 1988 aumentaron más de un 50% con respecto al ejercicio anterior; con nuevos servicios, más accesibilidad y más tecnología, y, en última instancia, con la extensión de los servicios sanitarios a esa “pequeña minoría que aún está atendida por programas públicos de beneficencia”. Terminaba así el proceso de progresiva extensión de la universalización de la asistencia sanitaria iniciado en 1983.

Al año siguiente, esa pequeña minoría se convirtió en aproximadamente un millón de personas más que pudieron acceder gratuitamente a los servicios del Sistema Nacional de Salud, que ya comenzó a financiar mayoritariamente el Estado, y no la Seguridad Social. García Vargas defendió que el cambio en las fuentes de financiación permitiría a la sociedad española “saber de dónde vienen los recursos” lo que a su vez abriría un debate sobre “los límites de las prestaciones sanitarias y la presión fiscal”. No le faltaba razón: si la sociedad exigía una sanidad más y mejor dotada, la única vía para mantener ese nivel asistencial e incrementarlo terminaría siendo una subida de impuestos, siempre temida, siempre dolorosa. El ministro incluso se atrevía a posicionarse: que las prestaciones que había por entonces llegaran a todos, antes de incorporar otras nuevas. Por entonces, España apuraba la década de los 80 y la economía iba viento en popa. Ciertamente, la prosperidad también mostraba su lado saludable.

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