“De todos los empeños que se han esforzado en cumplir los poderes públicos desde la emergencia misma de la Administración contemporánea, tal vez no haya ninguno tan reiteradamente ensayado ni con tanta contumacia frustrado como la reforma de la Sanidad”. Así comienza la Ley General de Sanidad, norma con la que se crea el Sistema Nacional de Salud, aprobada en 1986 bajo Gobierno del PSOE y que todavía sigue en vigor.
En el momento cumbre de comenzar la redacción de la norma, titulada con dos términos tan ambiciosos como general y sanidad, el legislador admite sin rodeos que los problemas de salud de la sociedad nunca fueron convenientemente resueltos, quién sabe si apuntando implícitamente a que esta vez tampoco sería la definitiva. Se remonta a 1822 para citar el Código Sanitario, un proyecto frustrado por “las disputas acerca de la exactitud científica de los medios técnicos de actuación en que pretendía apoyarse”. Y menciona la creación de la Dirección General de Sanidad, en torno a la mitad del siglo XIX, y la Instrucción General de Sanidad, a principios del siglo XX, como ejemplos de esa misión no enteramente cumplida o, desde luego, no a satisfacción de la sociedad.
Esa insatisfacción, que se mantiene durante la primera mitad del siglo XX, responde a que las sucesivas leyes solo atienden a las necesidades sanitarias del conjunto de la sociedad entendida como colectividad; los individuos, y sus penurias con su salud, “quedan al margen”. Persiste el dogma decimonónico de que cada persona debe ser autosuficiente para cuidar de su salud. Y las diferentes necesidades se van atendiendo de manera desigual, en función de las características de las enfermedades o de si las personas tenían un trabajo remunerado, por citar solo un par de ejemplos de esa diversidad asistencial.
En 1944 se aprueba otra norma que tampoco colma los deseos generalizados de reformar el sistema sanitario y de darle una coherencia e integridad de la que carecía. Solo dos años antes nace el Seguro obligatorio de Enfermedad, que irá creciendo paulatinamente, incorporando coberturas y prestaciones, y originando el sistema de Seguridad Social que llega hasta la Transición y los primeros años de la Democracia y que, en realidad, es el objeto de la enésima reforma que persigue la Ley General de Sanidad.
Es este sistema de Seguridad Social, configurado en torno a no pocas estructuras administrativas, el que trata de ganar otra apariencia con la Ley General de Sanidad. En esta tarea, y pese a todas las deficiencias enumeradas, el legislador acepta partir de un nivel razonablemente eficiente del sistema, que podrá mejorarse con la nueva norma. Transcurridos más de 30 años desde su aprobación, hoy es posible decir que ese propósito esencial ha quedado sobradamente cumplido.