Siempre es interesante leer las reflexiones de José Ramón Repullo, jefe de Planificación y Economía de la Salud de la Escuela Nacional de Sanidad, y uno de los expertos con opinión más afilada de los que llevan tiempo interpretando nuestro sistema sanitario. Repullo nunca deja indiferente y, en ocasiones, sus juicios han levantado no poca controversia. Su último artículo (Cómo profesionalizar la gestión sanitaria, en Diario Médico) tampoco es una excepción.
A partir del proyecto de ley de la Comunidad de Madrid sobre estructura, organización y funcionamiento de los hospitales, Repullo se detiene en cómo el buen gobierno puede ser también una manera óptima de dirigir los centros sanitarios. No lo dice expresamente, pero cabe suponer que esto no ocurre ahora, con lo que todas las virtudes expresadas en el texto conducen inexorablemente a la constatación de notables defectos y disfunciones en la realidad sanitaria cotidiana.
A su juicio, gobernar servicios profesionales exige nuevas habilidades y estructuras porque se produce un choque de lógicas cuando los no expertos, es decir, los políticos, han de ejercer poder jerárquico sobre los expertos, es decir, los gestores. De hecho, Repullo también extiende esa interferencia, que tiene efectos y costes indeseables y evitables, hacia la relación entre gestores y médicos. Su propuesta es alejar a los políticos a una brazada de distancia de los gestores, y a estos igual, pero con los médicos. Así se evitaría “la promiscuidad política o interpersonal y el mangoneo cotidiano”.
Esa brazada de distancia, ciertamente difícil de precisar, se podría concretar en órganos colegiados de gobierno, que permitirían reforzar el principio de autoridad. Ahora bien, ¿supone esto que se deslizaría la gestión del centro por derroteros asamblearios, siempre complicados e indescifrables? Repullo detiene en seco la tentación al razonar que es al propio hospital al que le conviene que en la junta de gobierno haya una mayoría política. De lo contrario, el centro podrá tomar todas las decisiones que le vengan en gana, pero después será muy posible que mueran en las oficinas del Servicio Autonómico de Salud del que depende.
Esta circunstancia impide que las juntas de gobierno sean la panacea para revitalizar la gestión sanitaria, tal y como el mismo Repullo admite. Pero que representantes de ayuntamientos, asociaciones y ciudadanos comiencen a opinar sobre su sistema sanitario puede ser un buen comienzo para que los gerentes ganen legitimidad y, sobre todo, el hospital entre en un círculo virtuoso de transparencia y rendición permanente de cuentas ante la sociedad.
Repullo no lo dice, pero su propuesta remite directamente a las nuevas fórmulas de gestión, tan denostadas en esos mismos círculos sociales y políticos que a la vez que reclaman participación en la definición del rumbo de la sanidad, se aferran a la tradicional manera en la que llevan dirigiéndose los hospitales desde hace cincuenta años. Sería muy de agradecer y contribuiría a esclarecer uno de los debates más arduos de los últimos tiempos que expertos de la talla de Repullo insistieran en esta vía del cambio necesario para mejorar nuestro sistema.
El inmovilismo tampoco es bueno en la sanidad, aunque algunos puedan creer lo contrario. Merece la pena, como apunta Repullo en su idea para gestionar los hospitales, innovar y, por supuesto, evaluar después las experiencias, para saber si es preciso generalizarlas o no. Empezando por las juntas de gobierno, por ejemplo.