VUELVE LA AÑORADA SECRETARÍA DE ESTADO

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La nueva secretaria de Estado, Silvia Calzón. (Ministerio de Sanidad)

Ha tenido que llegar toda una pandemia, con sus infectados, con sus ingresos hospitalarios, con sus estancias prolongadas en las UCI y con sus fallecidos, para que el Gobierno de España se haya decidido al fin a recuperar una Secretaría de Estado para la Sanidad. Este órgano directivo llevaba fuera de los sucesivos organigramas del Ministerio de Sanidad desde hace casi 40 años. Su indudable importancia administrativa no alcanzaba al sector y no han sido pocas las voces que, en todo este tiempo, se han quejado de que esta circunstancia lastimaba las expectativas de los agentes sanitarios. El coronavirus parece haber resuelto este problema.

De hecho, el real decreto que recupera la Secretaría de Estado admite desde el primer párrafo que es la situación de emergencia ocasionada por el brote epidémico de COVID-19 y las medidas encomendadas por la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica de España, creada en el Congreso de los Diputados, lo que justifica tan importante decisión, cuyo objetivo es claro: “Fortalecer el ejercicio de las competencias en materia de Sanidad reservadas constitucionalmente a la Administración General del Estado”.

La aureola de poder que rodea a un secretario de Estado, quizá desde aquellas horas dramáticas en la que la Comisión Permanente que agrupa a todos ellos se convirtió en el Gobierno de facto para hacer frente al golpe del 23-F, no se percibía en la Sanidad desde tiempo inmemorial. Hay que remontarse a principios de los 80 para encontrar a los antecesores de la flamante nueva secretaria de Estado, Silvia Calzón. Y sus nombres permanecen en el recuerdo, por su autoridad y relevancia incuestionables: José María Segovia de Arana, José Luis Perona y Luis Sánchez-Harguindey.

Desde entonces, no había habido altos cargos ministeriales con rango de secretario de Estado. Las manos derechas de los ministros, desde Alberto Núñez Feijóo hasta José Martínez Olmos, no fueron más que secretarios generales, lo cual disminuía su ascendencia y posibilidad de maniobra frente a cargos de otros ministerios. A veces, hasta encontraban la propia competencia en casa, puesto que algunos cruzaron sus destinos con subsecretarios que acapararon no poco poder y autonomía. Esta circunstancia hubiera sido muy difícil de darse en el caso de que hubiera habido un secretario de Estado.

La añoranza por la Secretaría de Estado viene de lejos. Ante cada cambio de color político en el Ejecutivo o simplemente en una crisis de Gobierno que afectara a Sanidad, se especulaba con la recuperación del organismo directivo. Conforme los años pasaron y el deseo del sector no se hacía realidad, surgió otra posibilidad, al hilo del lento declive del propio Ministerio una vez que se completó el cuadro de la transferencia de las competencias sanitarias a las comunidades autónomas: crear un mega Ministerio de Seguridad Social, incluyendo la Sanidad como Secretaría de Estado. Aunque esto siempre sonó más bien a pérdida de protagonismo que a renovada relevancia.

El nombramiento de Silvia Calzón, una médica preventivista y epidemióloga que trabajaba en la atención primaria del Servicio Andaluz de Salud, viene a mostrar los profundos cambios que la pandemia está provocando en el Sistema Nacional de Salud. No sólo la Sanidad nacional ha recuperado una Secretaría de Estado que creía inalcanzable desde hace tiempo, sino que su titular pertenece a la especialidad que más atención está recibiendo desde que el COVID-19 llegó a nuestras vidas y que hasta ahora vivía muy alejada de los focos. Además, en esta misma línea de grandes transformaciones, la vieja Secretaria General de Sanidad se ha convertido en Salud Digital, Información e Innovación, tres ejes fundamentales en torno a los que el sector debe articular su funcionamiento sin demora alguna.

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