No parece haber sido cabalmente ponderado en el sector el esfuerzo creativo y descriptivo que Amando Martín Zurro, uno de los grandes expertos en atención primaria de este país, le ha dedicado a la corrupción sanitaria y que le ha brindado en exclusiva a Diario Médico, a través de una serie de tribunas de opinión de las que no recuerdo antecedente reciente en la prensa sanitaria. Será porque los artículos largos se leen cada vez menos, o será porque las personas con criterio y trayectoria no atraen lo suficiente en este mundo inmediato, más intuitivo, y erróneo, que reflexivo.
En cualquier caso, la serie no tiene desperdicio, y aún se puede encontrar íntegra bajo el título Apuntes sobre la corrupción sanitaria en España. Se diría que el Sistema Nacional de Salud (SNS) tiene infinidad de circunstancias más importantes que la corrupción, pero en realidad, esta gran preocupación social afecta más de lo que pudiéramos pensar a nuestro sector. De hecho, según Martín Zurro, genera importantes problemas para el funcionamiento efectivo y eficiente de centros y servicios y pone en riesgo la utilización correcta del gran volumen de recursos presupuestarios que van al SNS. Sería por tanto, “la antítesis del necesario buen gobierno de la sanidad”.
Sentadas las consideraciones preliminares, el autor se dedica a señalar con el dedo, sin ningún tipo de miramiento, a los diferentes agentes y colectivos que propician los casos de corrupción sanitaria. Lógicamente, apunta en primer lugar a la cúpula política, autora de irregularidades en los procesos de adjudicación de obras de hospitales, centros de salud, compra de tecnología y otros materiales de uso asistencial. Pero va más allá e incluso recopila nombres propios (la exministra Ana Mato, los exconsejeros Serafín Castellano, Vicente Rambla, Manuel Cervera, Luis Rosado, Rafael Blasco, Aina Castillo, Juan José Güemes, Manuel Lamela y el exviceconsejero Rafael Cerdán) para hacer más creíble su relato, con especial interés en la historia sanitaria reciente de autonomías como la Comunidad Valenciana, Madrid, País Vasco o Cataluña, que no son precisamente las más intrascendentes del SNS, sino seguramente todo lo contrario.
No solo los políticos sanitarios caen en prevaricación y malversación para alimentar el clima de corrupción. Martín Zurro baja un escalón y señala a directivos y gerentes, a los que no parece valerles el hecho de que estén intentando separarse de la influencia política y reivindicando su necesaria profesionalización. A estos les acusa directamente de apropiación indebida y robo, delitos ciertamente graves. Y vuelve a enumerar prácticamente las mismas autonomías que en el ámbito político, con casos muy concretos: Innova (Reus), Sagessa (Cambrils), Maresme (Mataró) Moisés Broggi (Bajo Llobregat), La Fe (Valencia), Castellón, Puerto Real y Puerta del Mar (Cádiz) y Gómez Ulla (Madrid). Para concluir que la concertación de servicios es un campo más abonado a la corrupción que la gestión directa y que la dependencia política de los directivos y gerentes es un factor que facilita este estado de cosas.
El repaso no se detiene en políticos y gestores, ni mucho menos. Martín Zurro acusa también a sus propios colegas mediante las sociedades científicas y su controvertida financiación, además de sus actividades estrella, los congresos, a través de la industria farmacéutica. El autor se apoya en el informe de Sespas El conflicto de intereses económicos de las asociaciones profesionales sanitarias con la industria para reclamar con fuerza más transparencia y mejores prácticas. Y vuelve a señalar muy particularmente: “La connivencia y aval de determinadas sociedades científicas a campañas publicitarias de la industria alimentaria no es solo corrupción sanitaria, que lo es, sino que también traduce perversión en las finalidades societarias en la medida en que el consumo de dichos productos puede ser perjudicial para mejorar la salud de las personas”. Para concluir pidiendo una completa reconversión de las sociedades, que no se producirá por iniciativa propia y sí por la necesaria actuación de la autoridad competente.
En cuarto lugar de los ámbitos corruptos aparece, cómo no, la industria farmacéutica, un clásico muy a su pesar. “El gran corruptor del ámbito sanitario”, tal y como lo califica Martín Zurro, que estima en más de 100 millones de euros el gasto que los laboratorios dedicaron en 2015 a pagos inconfesables a médicos y demás organizaciones sanitarias. Mete también en el saco de la industria a las empresas de distribución y venta de medicamentos, oficinas de farmacia incluidas, con todo lo que ello supone de mención expresa a otro colectivo de profesionales sanitarios que también queda de inmediato bajo sospecha. Y aunque reconoce las iniciativas de algunas sociedades científicas para no aceptar pagos y aplaude el código ético de Farmaindustria, vuelve a la carga denunciando prácticas irregulares en ensayos clínicos y otros estudios, cuyas conclusiones no serían fiables en muchos casos, especialmente en el campo de los efectos adversos de los medicamentos.
Martín Zurro cierra su titánica e inédita serie mirándose directamente al ombligo: en efecto, el ejercicio profesional también está corrupto. Y concretamente, la relación con el paciente a través de maniobras terapéuticas e intervenciones innecesarias, la prescripción interesada de determinados medicamentos o el engaño a las compañías aseguradoras. Aquí no hay nombres propios, quizá porque la corrupción aquí no es tan clamorosa como en el plano político y precisamente por eso, por su menor eco público, sería más tolerable y llevadera por la sociedad. El autor apela al uso del consentimiento informado como mejor método de defensa del derecho de información que asiste al paciente. Pero no parece que sea suficiente, en ocasiones por el propio paciente, que no presta suficiente atención a un documento vital.
En realidad, este último ejercicio de autocrítica es seguramente el gran mensaje que nos traslada esta serie de artículos: no se trataría por tanto de señalar dónde está la corrupción sanitaria y quién cae en ella, sino más bien asumir que todos los que pertenecemos al sector contribuimos de alguna manera a que las malas prácticas se produzcan, se repitan y se agudicen. Y que por lo tanto somos todos, cada uno en su correspondiente ámbito de actuación, los que podemos de verdad combatirla para finalmente, quizá algún día, hacerla desaparecer del todo.