Ahora que la ministra Montserrat ha caído en la tentación de zambullirse en el debate del copago, seguramente para intentar elevar el alcance político de su figura, vuelve a quedar otra vez más de manifiesto que esta es una materia más propicia para poner en serios aprietos a quien la enuncia. Oyéndola hablar en catalán, quizá debió pensar que su propuesta para subir el copago a los jubilados con ingresos altos iba a pasar un tanto desapercibida. O, como alguno interpreta, se trató del típico globo sonda de principios de legislatura, que sirve para medir el ambiente, pero que no tiene traducción alguna en la práctica. Sea como fuere, a la ministra la han atizado de lo lindo, y vuelve a ser noticia otra vez por un asunto controvertido.
Yo solo he oído hablar con propiedad del copago a los economistas de la salud. El ejemplo que me viene inmediatamente a la cabeza es el de Costas Lombardía, ese francotirador que apostado en las páginas de El País, defendía con soltura el copago, y no solamente el farmacéutico, entendido como una medida de eficiencia y para luchar contra el despilfarro. Aunque fuera impopular.
No sucede esto, claro está, con los políticos. Casi todos, por no decir todos sin excepción, rechazan el copago cuando están en la oposición y lo aprovechan para cargar contra el Gobierno de turno, si alguna voz autorizada e incauta, como la que ha ahora ha resultado ser la de la ministra Montserrat, recupera el tema para volver sobre él. Su análisis sobre el copago es bastante simple: si es impopular, mejor rechazarlo.
Los políticos que gobiernan no pueden eludir la cuestión así como así y, de alguna manera, como ha hecho ahora Montserrat, abordan el asunto. Para opinar no es condición necesaria ser ministro de Sanidad. Ahí tenemos los casos de Artur Mas, presidente de Cataluña, o Pedro Solbes, ministro de Economía, que irrumpieron en el debate con aparente buena intención y ensordecedor efecto, mayoritariamente de rechazo. Por impopulares.
El brete es el escenario más propio del copago, aunque enunciarlo sigue siendo toda una tentación. Es como una suerte de masoquismo, que agrada secretamente a quien padece las críticas que genera su sola mención. Quizá porque, en el fondo, entronca directamente con uno de los debates perennes de la sanidad: su coste y, sobre todo, su financiación. Y encontrar la piedra filosofal que permita acabar de una vez con las tensiones presupuestarias y garantizar una sostenibilidad eterna es un logro demasiado atractivo como para no interesarse por él.
Tras haber caído en la tentación, la ministra Montserrat se ha visto en el primer brete de su corta trayectoria y ha intentado dejar las cosas como están, con la impagable ayuda de Twitter. En sus atropelladas explicaciones, incluso ha intentado ponerse de parte de los que había alarmado previamente, en una flagrante incoherencia que solo es posible en política. Y, al final, ha recurrido a los eternos expertos, los conocedores de la materia a los que de momento no conocemos y que son los que expondrán su parecer al respecto. Con la particularidad de que estudiar no significa modificar.
Pareciera como si una decisión política, tomada con conocimiento de causa y respaldo de los expertos, fuera menos política y más técnica. Pero la decisión de un político siempre es una decisión política. Por eso la debe tomar el político (si no, valdría con el parecer del técnico). Decidir sobre el copago, ahora y siempre, necesita de capacitación técnica y conocimiento del sector. Pero, sobre todo, precisa de claridad y coraje políticos, que no siempre distinguen a nuestros responsables públicos.