Que ahora parezca tan imprescindible e inobjetable, no oculta un pasado en el que la Salud Pública siempre fue una disciplina menor, casi residual, en las prioridades de las administraciones sanitarias. Es verdad que fue una de las primeras competencias que se traspasó a las autonomías, pero eso no sirvió para que fuera más tenida en cuenta por los gobiernos regionales. Y no dispuso de una ley general propia y específica hasta hace menos de diez años.
Durante mucho tiempo se dio la circunstancia de que había autonomías que tenían competencias en Salud Pública, pero no en asistencia sanitaria. Así, ejercieron como buenamente pudieron una responsabilidad que se sabía menos importante que aquellas que verdaderamente anhelaban: la gestión de los hospitales y los centros de salud, los recursos humanos y técnicos que seguían bajo tutela del Insalud.
La Salud Pública solo cobraba algo de interés público con la presentación de los planes de salud, unos documentos muy técnicos y bien redactados, repletos de buenas intenciones sobre cómo alejar la enfermedad y promover el bienestar de la comunidad y, por extensión, de los individuos. Aquellos planes acumulaban ediciones, no necesariamente anuales, cada una de las cuales trataba de poner el acento en temas de salud suficientemente conocidos y presumiblemente preocupantes: tabaco, accidentes, actividad física, educación afectivo-sexual, enfermedad cardiovascular, diabetes, anomalías congénitas, reconocimientos infantiles y deportivos, nutrición, alcohol, drogas, salud mental, salud bucodental, VIH/SIDA, enfermedades trasmisibles, vacunas, hipoacusia, cáncer de mama, colon, recto y útero, maltrato, salud maternoinfantil, lactancia, planificación familiar, mujer, mayores, salud escolar, transiciones vitales, grupos vulnerables… Pero el interés que lograban concitar nunca fue el suficiente para elevar el alcance de la Salud Pública en su conjunto.
Con la culminación de las transferencias de la asistencia sanitaria, las autonomías se hicieron por fin con las competencias verdaderamente atractivas y la Salud Pública descendió aún más en el orden de las prioridades públicas, ante la resignación de especialistas como Manuel Oñorbe, cuya declaración a principios de siglo XXI suena acertadamente premonitoria: “El cierre del proceso transferencial no parece que vaya a suponer cambios en la Salud Pública de envergadura en lo que respecta a su importancia dentro del Sistema Sanitario. La Salud Pública se seguirá moviendo en torno al 1 % del presupuesto asignado a Sanidad y seguirá en el agujero salvo en las crisis, tan frecuentes últimamente, en las que los que trabajamos en la disciplina pasamos a ser los protagonistas involuntarios de la situación y los más temidos mensajeros de noticias. Salvo en estas ocasiones, la Salud Pública no va a ocupar lugares relevantes especiales ni creo que vaya a marcar en casi ninguna medida los planes asistenciales […]”.
Desde la irrupción del coronavirus, la Salud Pública vuelve a ser protagonista, aunque seguramente no de la manera en la que gustaría a sus discretos y esforzados profesionales. Y aún más, sigue sin serlo lo suficiente, como parece deducirse de la dimisión de la directora general de Salud Pública de Madrid, Yolanda Fuentes, cuyo criterio técnico sobre la situación de la epidemia en la Comunidad no fue tenido en cuenta por el Gobierno regional, que terminó solicitando el cambio de fase en el escenario de desescalada. Como titula hoy El Mundo rememorando las deliberaciones del Ejecutivo madrileño, “la economía venció a la salud” y esto no es ninguna sorpresa para los que trabajan para la segunda.